Vecinos por Torrelodones

El pasado10 de marzo los colegiales no daban crédito a lo que estaba pasando. Afloraban sentimientos tan desconocidos como contradictorios: euforia provocada por no tener que volver al cole en unos días y ansiedad contagiada por unos profesores que, bajo los efectos de un ataque de hiperresponabilidad, les daban interminables listas de tareas para hacer […]

no culpemos a los niños

El pasado10 de marzo los colegiales no daban crédito a lo que estaba pasando. Afloraban sentimientos tan desconocidos como contradictorios: euforia provocada por no tener que volver al cole en unos días y ansiedad contagiada por unos profesores que, bajo los efectos de un ataque de hiperresponabilidad, les daban interminables listas de tareas para hacer en casa.

En un tiempo récord y con la flexibilidad que caracteriza al ser humano en sus primeros años de vida, los más pequeños se acostumbraron a la nueva situación y, ayudados por los adultos e incluso de forma autónoma, se conectaban para ver sus tareas, realizar las actividades y mandárselas a sus profes, bien por correo electrónico, bien a través de un aula virtual o similar. Y todo esto con un mínimo número de incidencias (no como el Pleno de la Asamblea de Madrid suspendido por problemas técnicos), aunque sin olvidar que, en el caso de los más desfavorecidos de nuestro municipio, gracias a la rápida intervención de los Servicios Sociales de la Mancomunidad THAM, pudieron acceder a una conexión ADSL y un equipo informático, ya que la prometida ayuda de la Consejería de Educación no llegaba.

Decía Jean Piaget que «el juego es el trabajo de la infancia»; y en este nuevo escenario niñas y niños tenían mucho que aprender y mucho que enseñarnos a los adultos. Cuando todos pensábamos que era la infancia quien más iba a padecer las penurias del confinamiento, han sido ellos quienes antes han sabido adaptarse y minimizar las consecuencias de no poder salir a la calle creando sus propios espacios de juego y de trabajo, más en su cabeza que en su casa; quienes antes han aprendido a convivir con su familia veinticuatro horas cada día, siete días a la semana; quienes antes han aprendido a establecer una nueva forma de comunicarse y relacionarse con esos adultos con quienes pasaban más horas que con sus padres y madres: sus maestros; quienes antes han aprendido a aceptar lo que hay cuando quejarse y protestar no va a solucionar nada.

No culpemos a los niños

Desde el pasado domingo los menores de 14 años (¿por qué de 14 y no de 15, o 16, o…?) pueden salir a jugar a la calle. La medida ha sido bien recibida, pero sospechamos que iba dirigida más a la salud mental de los adultos que de los menores: «jugar para un niño es la posibilidad de recortar un trocito de mundo y manipularlo, sólo o acompañado de amigos, sabiendo que donde no pueda llegar lo puede inventar». Esto último lo dijo Francesco Tonucci en Torrelodones cuando nos visitó en 2013  y ahora está más vigente que nunca.

Somos los adultos quienes necesitamos ver a los peques jugando en la calle, corriendo y saltando sin miedo a que nos rompan una vitrina o se partan la crisma; quienes necesitamos escuchar las risas y gritos y todos los sonidos con que el juego impregna el aire a nuestro alrededor y nos recuerda que estamos en primavera, y nos damos cuenta de que son esos sonidos, y no los del tráfico, los que tanto echábamos de menos. Y si ha habido algún incumplimiento de las normas, seguro que ha venido de la mano de los adultos, egoístas en algunos casos e irresponsables en otros. No culpemos a los niños de lo que los adultos no hemos sabido cocinar, masticar ni digerir.

Cuando bajo la amenaza de un virus nos preguntamos qué mundo estamos dejando a nuestros hijos, un pequeño rayo de esperanza y optimismo debe alegrarnos al ver qué hijos estamos dejando a este mundo.

Imagen: Eliot J. on Unsplash y Aaron Burden on Unsplash

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